II
Confundida
Por supuesto que a la joven le maravillaba bastante pensar en lo que aquel hombre de treinta y tantos años, de cuerpo bien atlético, renombrado escritor y con mucha popularidad en cuestiones amatorias, podría hacer con ella en una cama. Y ni dudar que no la dejaba dormir esa insistente fantasía en la que se veía ella misma haciendo cosas inesperadas con un hombre como ese.
Tenía su noviecito ella, como casi todas las adolescentes de su edad, pero no era lo mismo. Con su noviecito eran amigos-novios, y las cosas que hacían cuando nadie los veía eran de un minuto o dos. Nada. Cosas suficientes para una niña, no para la mujer de dieciocho años que ya era, pensaba ella en medio del influjo de sus deseos.
Le encantaba pensar en lo que podría aprender con aquel hombre, aprender de lo que él sabía, de su experiencia. Cosas que ella en teoría ya sabía pero que nunca había consumado. ¡Y vaya si ella sabía de las habilidades del hombre aquel en las técnicas del amor y del sexo!, él fue durante un tiempo amante de su prima Claudia, aquella prima que en incontables ocasiones la llevaba a ella como coartada a sus citas amorosas. Inventaban salir de paseos o de compras juntas pero iban a la casa del poeta en el otro barrio. Ella tenía que esperar en la cocina mientras aquellos, desde el dormitorio de puertas abiertas, suspiraban, gemían y aullaban cosas que la inquietaban y despertaban en ella conmociones sensuales que la dejaban suavemente temblando.
Las ataduras de sus inexpertos años comenzaban a ahogarla. Todo en ella pedía ser rescatada por un hombre como ese. Suponía que de otra manera nunca iba a salir de aquel cerco de sueños e inquietudes que en medio de las tardes, y de la noche en su cama solitaria, la ahogaba más y más cada día.
Fue durante esos encuentros a los que iba como acompañante de Claudia que comenzó a desear al que, a sus ojos, era un superhombre. Un "pedazo" de hombre de treinta y tantos años. Y comenzó a sufrir cuando tenía que soportar que no fuese ella la que él esperaba por las tardes, y cuando apenas la saludaba, y que solo cruzara con ella dos o tres palabras, y que se llevara a la cama, que estaba a solo cinco pasos de ella, a su prima. Sufría y más lo deseaba.
Claudia estaba casada con Santiago por ese entonces, y el hombre de treinta y tantos años estaba de amoríos con Flor, una hermana de aquel. O sea que su hombre deseado se repartía entre dos mujeres. Y ella se moría de ganas de ser la tercera. Presentía que aquel hombre era capaz de eso, y eso la alentaba. Si ya la segunda, su prima, era un secreto celosamente guardado frente a todos, ella, como tercera, sería un interesante súper secreto. Y siendo así podría encontrarse con él en lugares para los demás impensables, como en el viejo túnel del abandonado tren del parque, lugar secreto al que ella acudía cuando estaba triste y en el que podrían entrar hasta la parte más oscura y acostarse juntos al costado de los viejos rieles usando como cama sus propias ropas. Y podrían besarse sin que nadie los viera, y desnudarse y hacerse entre ella y él todo lo que él y la prima se hacían en la cama de su dormitorio sin puerta. O podrían acordar encontrarse en el viejo circuito de carreras, que estaba cerrado pero al que no era difícil acceder y que contaba con techados boxes, duchas incluidas. Allí podrían hacer cosas más locas aún porque había viejos coches de competición con grandes y acolchadas butacas. Viejos coches en los que podrían hacer el amor totalmente desnudos sin temor a que nadie los viera porque, sin competiciones, nadie iba por esos lados. Podrían hacerlo con ella acostada de espaldas sobre la chapa que cubre el motor de los autos o metidos en las fosas que se usan para ver los coches desde abajo. Y hasta podrían estar horas duchándose y amándose mojados con el agua al natural de las duchas abandonadas hasta la próxima carrera. También, ya que esto sería más que un secreto, podrían ir al hotel más reservado de la ciudad, ese al que van los amantes clandestinos. En ese tipo de hoteles, según le habían contado algunas amigas mayores, hay cuartos preparados al gusto de los amantes. Hay cuartos con camas especialmente grandes y de colchones de agua. Hay otros con cómodas bañeras para dos en las que una perfumada y burbujeante agua te pone a punto para una sesión de masajes sexuales inolvidables...
Solía verlo la muchacha, pasar al mediodía caminando de la mano y a las risas y besos con Flor y nuevamente verlo a media tarde, mientras aquella trabajaba, recibir en el departamento en que vivía, con un largo beso en la boca, a su prima Claudia.
Así fue conociendo todo del hombre. Y supo de sus cualidades amatorias. Imaginando algunas de acuerdo a lo que oía desde el dormitorio o directamente espiando todos los movimientos desplegados sobre el cuerpo ansioso de su prima en una cama sin sábanas. Supo reconocer, después de mucho comerse con la vista y escuchar, cuales cosas hacían que él gimiera y cuales hacían que fuera la prima la que aullara en una interminable felicidad.
Alguna vez aquellos le pidieron a ella permiso para verse en su propia casa. Era en un tiempo en que la novia del hombre no trabajaba. Y no tenían otro lugar para encontrarse. Ella al principio se negó pero el insistente pedido de la prima la convenció. La primera vez que fueron fue en la ocasión en que los padres de la joven no estaban. Ocuparon la cama matrimonial que ella se ocupó de preparar antes y después de su visita. Ahí no pudo ver nada y poco pudo escuchar. La segunda ocasión en que vinieron a su casa estaba su madre. Eso llevó a que los tres se encerraran en su cuarto con el pretexto de estudiar algo inexistente. Ahí, mientras los amantes se prodigaban poco a poco más y más ardientes mimos, ella no despegaba los ojos de la televisión. En pocos minutos los dos estaban amándose bajo las sábanas de su propia cama a un paso de ella que, completamente ignorada, era una espectadora directa de todos los ardientes actos sexuales que, eso si, eran tan silenciosos como sus animadores podían. Sin duda que ella hubiese muerto por que la inviten a sumarse al dúo. Pero nada de eso sucedió. Al acabar los amantes su tarea erótica le pidió su prima las disculpas innecesarias y le agradeció el permiso concedido...y él ni la miró más que la vez que tuvo que saludarla cuando se despidieron.
Otra vez los acompañó a la terraza de edificio donde vivía Claudia. En el departamento, tres pisos más abajo, estaba su marido descansando. Eligieron una hora en la que no había casi nadie en el edificio y hasta el portero aprovecha para descansar también un rato. Subieron los tres, trabaron la puerta y ahí nomás, mientras ella pretendía concentrarse en algún punto lejano de esa visión de la ciudad, los amantes se desnudaron completamente y comenzaron a besarse, a rozarse, y a penetrarse de a poco. Ella apenas se atrevió comenzó a mirarlos, de reojo primero, y después naturalmente ya que para esos momentos era completamente ignorada. Los amantes parecían gozar mucho más que de costumbre, tal vez, pensaba ella, por estar teniendo sexo a pleno sol y como únicos testigos al celeste cielo y a unas pocas plantas (incluida ella, ya que eso parecía que la consideraban) fijas a sus macetas. Aunque cuando todo iba terminando entre la fogosa pareja le pareció ver, en uno de los cambios de posiciones corporales, fugazmente, la mirada de él quedarse un segundo fija en la suya. Pero tal vez le pareció nomas, no estaba segura y por más que buscó a ver si se repetía, eso no ocurrió. Solo cuando los cuerpos brillantes de húmedos, mojados de saliva y sudores sexuales, se incorporaban del improvisado lecho a cielo abierto ella dejó de mirar y aquellos parecieron verla. Pero todo era ya como normal y ninguno le dijo nada. Solo reían y jugaban a arrojarse las ropas que se hallaban desperdigadas por el piso y entre las plantas.
A partir de ahí ella podía entrar al dormitorio mientras ellos en las tardes de citas fugaces hacían el amor ardientemente. La veían, sabían que estaba ahí pero su fogosidad no cambiaba. Nunca le decían nada.
Una de aquellas tardes ardientes de sexo la jovencita se sentó en un rincón de la cama. Podía oír hasta el mínimo suspiro, las frases entrecortadas casi siempre sensuales que ambos se decían, los quejidos. Hasta los inesperados sonidos que, en algunos de los tantos cambios de posiciones, los sexos al rojo vivo suelen emitir sin el control de sus dueños. Podía ver el efecto de cada beso, de cada caricia en uno y otro. Podía ver la parte de uno entrar y salir en partes de de la otra. Podía ver como se enrojecían las pieles y las partes, y como se unían una y otra vez. Podía apreciar plenamente el aroma dulzón que irradiaban aquellos cuerpos, el perfume que se instalaba en ella y la enloquecía de placer. Hasta pudo rozar cierta vez con la yema de sus inquietos dedos la piel transpirada del hombre de treinta y tantos que pareció no sentirla. Pudo por fin sentir en sus dedos el ardor del cuerpo de un hombre haciendo el amor. Todos sus sentidos estaban satisfechos aunque no se haya animado a tocar con sus labios, con su boca, lo que hubiese querido besar.
La siguiente tarde de pasión fue la que trajo más ansiedad y la más esperada por la joven. Fue en la que estuvo más nerviosa. Como si hubiese comprendido que esa tarde era aquella en la que algo cambiaría para siempre.
Esa mañana, como siempre lo hacían, planearon con Claudia la escapada. Dijeron a quienes les escuchaban que irían al comprar cosas para la casa y luego al cine. Por la tarde, a la hora de siempre tocaron suavemente la puerta y fueron recibidas por el hombre de treinta y tantos que se hallaba vestido solo con un pantalón de playa. Las esperaba con el café listo, como siempre. Aquel café que solo ella solía beber completo. Y así nomas, como si las cosas fueran de lo más normal, entraron los tres casi juntos al dormitorio. Nadie decía una palabra. La pareja comenzó a besarse, en la boca, en el cuello, en los brazos. La jovencita estaba parada al lado de ellos casi tocándolos con su piel virgen y dorada. Y como si todo fuese parte de lo mismo de siempre, se halló de pronto besando y siendo besada, acariciando y siendo acariciada, desvistiendo y siendo desvestida. Se halló de pronto acostada de espaldas en la cama, enredada en un mar de tibios cuerpos que la movían de un lado a otro. Y tocando con ambas manos el cuerpo del soñado del hombre de treinta y tantos. Y se sentía tocada por él. Sentía su boca curiosa, mojada y hambrienta entre sus senos, en su vientre. Sentía lo que siempre había soñado, su boca y su lengua entre sus piernas. Cuando estaba a su alcance, palpaba esa parte del hombre que ya conocía de vista. Y le parecía mejor aún de lo que había imaginado. Le parecía más grande, formidable. Le parecía hecha a su medida. Y comprobó que sin duda lo era ya que en un momento intuyó a su portador en posición y sintió entrar dócilmente aquello anhelado en su nunca antes domada aridez. Luego fueron una y otra vez, y unas y otras partes, durante un tiempo en que ninguna otra cosa existió. Hasta que se vio a sí misma reuniendo su ropa, vestirse lentamente y caminar hacia el olvidado café que frío esperaba sobre la mesa de la sala.
Tal como había supuesto, ya nada fue como antes. Aquella fue la última ocasión en que el poeta le permitió a Claudia apelar a ella como compañía para esconder sus ardientes e ilegales encuentros amorosos.
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